Carta del CONTRALMIRANTE OSCAR LEBEL A pedro sin apellido
CARTA DEL CONTRALMIRANTE OSCAR LEBEL A PEDRO SIN APELLIDO
"Pedro. Soy un anciano marino, octogenario como su señor padre (único
rubro en el que con él coincidimos) y he decidido compartir con usted
vivencias del pasado. Usted se preguntará: y este viejo ¿por qué me
escribe? Le cuento, Pedro. Cuando usted era muy joven, hace 33 años,
allá en el lejano febrero de 1973 los militares con excepción de la
Armada se levantaron contra las instituciones. El almirante Juan
Zorrilla, comandante en jefe no acompañó el cuartelazo e hizo desplegar a
los fusileros navales a lo largo de la calle Juan Carlos Gómez, de mar a
mar, haciendo de la Ciudad Vieja, el baluarte de la dignidad y la
institucionalidad. Invitó a su señor padre, como Presidente de la
República en ejercicio que era, que asentara su autoridad en la Ciudad
Libre, que los cañones de la Armada estaban prestos a defenderla. La
historia cuenta, que el presidente Juan María Bordaberry, entre la
legalidad y la traición, optó por la traición y se unió a los golpistas
del Ejército, cuyas caras más visibles eran los generales Gregorio
Álvarez, Esteban Cristi y Mario Aguerrondo (padre). Entre febrero y
junio hubo un raro interregno, una suerte de "crónica de la muerte
anunciada" con el poder en manos de las FF.AA y con su señor padre
luciendo un nuevo adjetivo para redondear el título. Ahora era
presidente de facto (con minúscula). El 27 de junio se acabaron las
medias tintas y los tres generales cerraron el Parlamento. La clausura,
Pedro, nada tenía que ver con la sedición, que ya había sido derrotada
en 1972, según rezaba en un documento militar que sacó a luz el senador
Vasconsellos. Es en ese junio, de 1973, que tengo mi primer y único
contacto epistolar con su señor padre. Ocurre que el día del golpe, se
me ocurrió una simbólica protesta y de tal modo me paré, uniformado,
pistola en mano en el balcón de mi casa, donde en un gran cartel
flanqueado por las banderas Patria y de Artigas se leía: Yo soy el
capitán Oscar Lebel. Abajo la dictadura. Le ahorro, Pedro, lo que
siguió. Prisión, huelga de hambre, etc. Me interesa llegar a la sanción
que me impuso su señor padre, en su carácter de jefe supremo de las
FF.AA. Es de antología. Dice: "Promover desorden en la vía pública, vistiendo el uniforme y portando el arma de reglamento".
Si me permite una licencia poética, el parte de la sanción, traducido
al lenguaje cuartelero, diría más o menos así. "Milico en pedo, con
revólver en mano, armando relajo en el quilombo". Pero quiero
contarle algo más. ¿Sabía usted Pedro, que yo fui el único testigo que
estaba presente, cuando llegaron al puerto de Montevideo los cadáveres
de Michelini y Gutiérrez Ruiz? He aquí el relato que debe interesarle
porque su señor padre era presidente. Usted habrá leído que durante el
gobierno de facto de su señor padre, en Buenos Aires, el día 18 de mayo
de 1976, en medio de un aparatoso despliegue policial alrededor de las
respectivas viviendas, fueron secuestrados por sendos "grupos de
tareas", Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, apareciendo sus
cadáveres, junto a los de dos jóvenes William Whitelaw y Rosario
Barredo, cuyos secuestros databan del día 13. Las autopsias realizadas
dicen que en todos los casos la muerte fue causada por herida de bala en
el cráneo, mostrando los cuerpos fracturas de huesos a causa de las
torturas. Era fría esa mañana del 25 de mayo y Montevideo todo
estaba cubierto por una espesa capa de niebla. El arribo del vapor de la
carrera, un viejo buque de pasaje que unía diariamente las dos
capitales del Plata, tenía previsto su arribo a las 8 de la mañana como
era habitual. Los sepelios estaban autorizados a las nueve. En el
Central para Michelini y en el Buceo para Gutiérrez Ruiz. Con el
grupo de amigos, que pensaba rendir honras fúnebres a ambos mártires
entre los que recuerdo al Dr. Cardozo y al coronel Pérez Rompani tuvimos
la premonición de que la dictadura nos iba a jugar una mala pasada y a
las siete y media nos constituimos en el puerto, que rodeado de
marineros estaba cerrado a cal y canto. Aunque vistiendo de civil, pero
blandiendo la tarjeta que me acreditaba como capitán de navío, me dirigí
al personal que montaba guardia en el portón, lo miré fijamente y dije
con tono prepotente: Soy el capitán Lebel y voy a entrar. El reflejo
condicionado a la obediencia funcionó y pude dirigirme a la dársena
fluvial. El buque, como lo habíamos intuido, había atracado una hora
antes de lo habitual. Me paré al costado, y miré las dos cubiertas
habitualmente atiborradas de pasajeros pañuelo en ristre. Totalmente
vacías. Ni un alma. Ni siquiera un tripulante. De pronto, un chirrido, y
el brazo de una grúa se dirigió al barco. Unos minutos y se produce el
descenso de un féretro innominado. De entre la bruma surgió un furgón de
una empresa fúnebre, en el que apresurados funcionarios introdujeron el
cajónTampoco había las usuales iniciales del fallecido en el furgón.
Corrí a la salida y puse en alerta a mis compañeros. Llegamos al
cementerio Central en momentos en que terminaba el responso del
sacerdote. El féretro de Zelmar fue colocado sobre la camilla rodante y
así, los pocos que pudimos prever la canallada nos dirigimos lentos a la
tumba. En verdad, había algo de surrealista. La policía de choque, con
su jefe, el coronel Ballestrino, todos vistiendo por primera vez el
uniforme de combate negro, las cabezas con las noveles boinas
requintadas, armados hasta los dientes rodaban el féretro.
Michelini, aún después de muerto, producía pavor a la canalla. El
francés Larteguy, en sus novelas sobre mercenarios en Indochina,
recuerda a un comandante que para animar a su tropa, había hecho
confeccionar un banderín, que en un pequeño mástil portaba uno de los
soldados. Allí se leía: "Je osse" (Yo me atrevo). También Ballestrino,
en pleno delirio mercenario lucía esa mañana un pendón igual. Frente a
él pasó el cuerpo de Michelini. Como el Cid. Ganando el combate, en
palabras de Di Candia: "Ni un muerto ni derrotado". Apenas sepultado
Zelmar, ingresó la caballería y ocupó el cementerio. Las gentes que
bajaban a raudales por la calle Yaguarón no podían creer que la
dictadura, que encabezaba su señor padre, pudiera ser tan
anticristianamente cruel. En el Buceo, ocurrió otro tanto y la historia
también cuenta de un valeroso policía, de nombre Somma, que recibió los
plácemes del presidente de facto, por haber quitado el Pabellón Nacional
del féretro del Toba. Pedro: días pasados lo ví litigar con fervor en defensa de su señor padre. Y traté de entenderlo.
Porque usted, Pedro, tuvo una infancia feliz. Creció sano y vigoroso
mostrando su temple viril como deportista estrella. Tuvo usted padres
amorosos y muchos hermanos. Usted, Pedro, aparte del físico cultivó el
intelecto. Se recibió de abogado. Me imagino que cuando tuvo que jurar
que defendería y respetaría la Constitución, habrá pedido consejo a su
padre, también abogado. Presumo q le habrá dicho que por encima de
cualquier documento escrito por los mortales, falibles y pecadores
ciudadanos, está la Ley de Dios que deberá ser defendida por la cruz y
la espada. Para la cruz, ahí está monseñor Corso. Para la espada la
nómina es más numerosa: Gavazzo, Silveira, Vadora, Tróccoli, Vázquez,
Arab, Cordero, etc. Pedro, cuando usted que tiene la fortuna de
tener a su padre vivo, en una suerte de travestismo dialéctico le dice
mentiroso a Rafael, cuyo padre fue asesinado, ¿en qué piensa Pedro? Se
imagina, Pedro, que el hijo de Pinochet, le diga mentiroso al hijo del
general Prat. Que el hijo del general Videla le diga mentirosa a
Macarena Gelman, o que el hijo de Hitler le dijera mentiroso al hijo de
Simon Wiesentahl. Pedro, supongo que usted habrá oído hablar del
senador Mac Carthy, un señor que en su histeria anticomunista era casi
un clon de su señor padre. Pues bien, la caída de Mac Carthy se produjo
cuando otro legislador, mirándolo a los ojos, le dijo: Señor, ¿acaso no
conoce usted la decencia?"
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