Defendernos del control digital
Hace falta una nueva ética para esta era. Necesitamos Snowdens y Mannings en China, en Rusia, en todas partes, para combatir la disminución gradual de lo que Kant llamó “el uso público de la razón”
Slavoj Zizek 19 SEP 2013 - http://elpais.com/autor/slavoj_zizek/a/
Todos
recordamos el rostro sonriente y esperanzado de Obama en su primera
campaña: “¡Yes, we can!” Sí, podíamos dejar atrás el cinismo de la era
de Bush y ofrecer justicia y bienestar al pueblo estadounidense. Ahora
que vemos que Estados Unidos mantiene sus actividades clandestinas y
amplia su red de espionaje, incluso vigilando a sus aliados, imaginamos a
los manifestantes que increpan al presidente: “¿Cómo puede utilizar
aviones no tripulados para matar? ¿Cómo puede espiar incluso a nuestros
aliados?”, mientras Obama murmura, con una sonrisa malvada: “Yes we
can”.
Pero
es un error personalizar. La amenaza contra la libertad revelada por
las denuncias está arraigada en el sistema. No solo hay que defender a
Edward Snowden porque haya irritado y avergonzado a los servicios
secretos estadounidenses; los actos denunciados los cometen, en la
medida de sus posibilidades tecnológicas, todas las grandes (y no tan
grandes) potencias: China, Rusia, Alemania, Israel.
Sus
revelaciones han dado fundamento a nuestras sospechas de que nos
vigilan y controlan, y tienen alcance mundial, mucho más allá de las
típicas críticas a Estados Unidos. En realidad, Snowden no ha dicho (y
Manning tampoco) nada que no supusiéramos ya. Pero una cosa es saberlo
en general y otra tener datos concretos.
En
1843, el joven Karl Marx afirmó que el antiguo régimen alemán “imagina
que cree en sí mismo, y exige que el mundo imagine lo mismo”. En esas
circunstancias, la capacidad de avergonzar a los poderosos es un arma.
Como dice él a continuación: “La presión debe aumentarse con la
conciencia de la presión, la vergüenza debe ser más vergonzosa
haciéndola pública”.
Esta
es exactamente nuestra situación: nos enfrentamos al desvergonzado
cinismo de los representantes del orden mundial, que imaginan que creen
en sus ideas de democracia, derechos humanos, etcétera. Tras las
revelaciones de WikiLeaks, la vergüenza —la suya, y la nuestra por
tolerar ese poder— es mayor porque se hace pública. Lo que debería
avergonzarnos es la reducción gradual en el mundo del margen para lo que
Kant llamaba el “uso público de la razón”.
En
su clásico texto ¿Qué es la Ilustración?, Kant compara el uso “público”
y “privado” de la razón. “Privado” es el orden comunitario e
institucional en el que vivimos (Estado, nación...) y “público” es el
ejercicio universal de la razón: “El uso público de nuestra razón debe
ser siempre libre, y es lo único que puede llevar la ilustración a los
hombres. El uso privado de nuestra razón, en cambio, puede restringirse
sin impedir gravemente el progreso de la ilustración. Por uso público de
la razón interpreto el uso que hace una persona, por ejemplo, un sabio
ante el público que le escucha. Uso privado es el que puede hacer una
persona en un cargo de la administración”.
Se
ve la discrepancia de Kant con nuestro sentido común liberal: el ámbito
del Estado es “privado”, limitado por intereses particulares, mientras
que un individuo que reflexiona sobre cuestiones generales hace un uso
“público” de la razón. Esta distinción kantiana tiene especial
relevancia ahora que Internet y los demás nuevos medios se debaten entre
su “uso público” libre y su creciente control “privado”. Con la
informática en nube, nos proporcionan los programas y la información a
la carta, y los usuarios acceden a herramientas y aplicaciones en la red
a través de los navegadores.
Pero
este mundo nuevo y maravilloso no es más que una cara de la moneda. Los
usuarios acceden a programas y archivos que se guardan en remotas salas
de ordenadores de clima controlado; o, como dice un texto publicitario:
“Se extraen detalles a los usuarios, que ya no necesitan conocer ni
controlar la infraestructura tecnológica ‘en la nube’ de la que
dependen”.
He
aquí dos palabras clave: extracción y control. Para administrar una
nube es preciso un sistema de vigilancia que controle su funcionamiento,
y que, por definición, está oculto a los usuarios. Cuanto más
personalizado está el smartphone que tengo en la mano, cuanto más fácil y
“transparente” es su funcionamiento, más depende de un trabajo que
están haciendo otros, en un vasto circuito de máquinas que coordinan las
experiencias de usuarios. Cuanto más espontánea y transparente es
nuestra experiencia, más regulada está por la red invisible que
controlan organismos públicos y grandes empresas con sus secretos
intereses.
Si
emprendemos el camino de los secretos de Estado, tarde o temprano
llegamos al fatídico punto en el que las normas legales que dictan lo
que es secreto son también secretas. Kant formuló el axioma clásico de
la ley pública: “Son injustas todas las acciones relativas al derecho de
otros hombres cuando sus principios no puedan ser públicos”. Una ley
secreta, desconocida para sus sujetos, legitima el despotismo arbitrario
de quienes la ejercen, como dice un informe reciente sobre China: “En
China es secreto incluso qué es secreto”. Los molestos intelectuales que
informan sobre la opresión política, las catástrofes ambientales y la
pobreza rural acaban condenados a años de cárcel por violar secretos de
Estado, pero muchas de las leyes y normas que constituyen el régimen de
secretos de Estado son secretas, por lo que es difícil saber cómo y
cuándo se están infringiendo.
Si
el control absoluto de nuestras vidas es tan peligroso no es porque
perdamos nuestra privacidad, porque el Gran Hermano conozca nuestros más
íntimos secretos. Ningún servicio del Estado puede tener tanto control,
no porque no sepan lo suficiente, sino porque saben demasiado. El
volumen de datos es inmenso, y, a pesar de los complejos programas que
detectan mensajes sospechosos, los ordenadores son demasiado estúpidos
para interpretar y evaluar correctamente esos miles de millones de
datos, con errores ridículos e inevitables como calificar a inocentes de
posibles terroristas, que hacen todavía más peligroso el control
estatal de las comunicaciones. Sin saber por qué, sin hacer nada ilegal,
pueden considerarnos posibles terroristas. Recuerden la legendaria
respuesta del director de un periódico de Hearst al empresario cuando
este le preguntó por qué no quería irse de vacaciones: “Tengo miedo de
irme y que se produzca el caos y todo se desmorone, pero tengo aún más
miedo de descubrir que, aunque me vaya, las cosas seguirán como siempre y
se demuestre que no soy necesario”. Algo similar ocurre con el control
estatal de nuestras comunicaciones: debemos tener miedo de no poseer
secretos, de que los servicios secretos del Estado lo sepan todo, pero
debemos tener aún más miedo de que no sean capaces de hacerlo.
Por
eso es fundamental que haya denuncias, para mantener viva la “razón
pública”. Assange, Manning, Snowden son nuestros nuevos héroes, ejemplos
de la nueva ética propia de nuestra era de control digital. No son
meros soplones que denuncian las prácticas ilegales de empresas privadas
a las autoridades públicas; denuncian a esas autoridades públicas y su
“uso privado de la razón”.
Necesitamos
Mannings y Snowdens en China, en Rusia, en todas partes. Hay Estados
mucho más represores que Estados Unidos: imaginen qué le habría pasado a
Manning en un tribunal ruso o chino (seguramente, nada de juicio
público). Eso no quiere decir que Estados Unidos sea blando, pero no
trata a los presos con la brutalidad de esas dos potencias, puesto que,
con su superioridad tecnológica, no lo necesita (aunque está más que
dispuesto a usarla cuando hace falta). En realidad, es más peligroso que
China, porque sus medidas de control no lo parecen, mientras que la
brutalidad china es fácil de ver.
Es
decir, no basta con enfrentar a un Estado con otro (como hizo Snowden
con Rusia y Estados Unidos); necesitamos una nueva red internacional que
proteja a los que denuncian y ayude a la difusión de su mensaje. Son
nuestros héroes porque demuestran que, si los poderosos pueden, nosotros
también.
Slavoj Zizek es filósofo esloveno
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